
Pasaba así cada noche de otoño, marchitándose con los árboles; cada noche de invierno, congelándose un poco más su corazón; cada noche de primavera, reviviendo, con las flores, los recuerdos... y fue, por fin, una noche de verano, cuando el sofocante calor empezó a derretir el hielo de su alma, cuando se quedó dormido y ella escuchó su llamada, deslizándose hasta él. La contempló, y descubrió que no había olvidado ni un mínimo detalle desde la última vez.
Su piel era tan pálida, tan suave, que parecía hecha de algodón... su cabello, gris y reluciente, le recordaban a millones de hilos de plata fina. Sus ojos, de un azul casi cristalino, traían el frío de las noches invernales que él la estuvo esperando. Pero lo que más le gustaba de ella es que cada movimiento, cada poro de su cuerpo eran música y poesía.
Se perdió entre su perfume delirante, entre el agonizante placer del monte que escondía entre sus piernas, en su cuello de porcelana.
No hablaron, porque entre ellos no hacía falta perder el tiempo con palabras vacías, porque sabían que la forma más pura de amar era la de entregarse el cuerpo y el alma; la de robarse el corazón.
En algún momento, entre los besos de alquiler y los mordiscos a traición, perdió el conocimiento. Y cuando, a la mañana siguiente, despertó y observó como el sol asomaba por el horizonte... tuvo la certeza de que cada noche ella volvería estar allí, arriba, contemplándole como él la vigilaba a ella.
Y comprendió que, para cuando la luna decidiese volver a escucharle, él seguiría allí, esperando, hasta que el tiempo se le agotase.