Tuve la sensación de compartir algo contigo que no alcanzaba a entender e igual que vino se esfumó cuando perdí el rastro de tu mirada, la que guardabas para mí, con sabor a chocolate y menta.
Y un tiempo después aún te buscaba, hasta que un día te encontré perdido en un atardecer que me llamaba.
Rompí la barrera de piedra que encerraba mi ser y me acerqué hasta ti con la vida a flor de piel.
Cada movimiento era una descarga, como una corriente eléctrica que se establecía entre los dos; no puedo decir que me acariciabas, simplemente intuía el roce que tus manos dibujaban sobre mi cuerpo, sin llegar a tocarme, acariciando mi pelo con tu nariz, mi oreja con tus labios. Me sobraba el mundo allí perdida, entre tus brazos. Todo tenía el color de un encuentro simulado, como si cada segundo hubiera sido estudiado por ambos con años de antelación, como si supiéramos qué hacer, cómo reaccionar en cada situación.

Con la pasión cantándonos y la lujuria poseyendo nuestros besos bailamos hasta que el sol se quiso poner. La luna se fusionó con nosotros, y fuimos uno hasta el amanecer, enseñándonos el significado verdadero, el más puro e incomprensible de la palabra placer.
Nos dijimos adiós, hasta que nos volvamos a ver y nunca hubo una segunda vez. Antes que enamorarme de ti, le prendo fuego a los recuerdos y pongo rumbo a Madrid. Y aunque mi corazón sigue dormido y se niega a despertar, hay algo de mí que se fue contigo a conocer el mundo y viajar.
Fuimos una preciosa casualidad, uno de esos juegos del destino en los que toca ganar… pero ni yo te comprendo, ni tú me convienes a mí.
Es el fin.
Nos vemos algún día entre besos e ironía. ¿Te va bien San Valentín?