(Pedir perdón porque la historia ha salido más larga de lo que había previsto, y agradecer especialmente a Juliette su ayuda y su apoyo incondicional)
Yo sólo quería un café y ¿ahora resulta que su destino está en mis manos? Os lo contaré desde el principio…
Diecinueve de Septiembre; un pálido sol, agotado seguramente del verano, se escondía tímidamente entre las nubes que cubrían el cielo.
Lo cierto es que la mañana se pintaba de color desastre. Lo supe en el momento en que abrí el armario de la cocina y descubrí que la bolsita del café estaba vacía. Yo no soy persona si no me tomo un buen café por las mañanas, así que me vestí y salí antes de casa con la intención de parar en cualquier cafetería de camino al trabajo.
Entré en una que hacía esquina, a un par de manzanas del hospital donde trabajo. Me acerqué a la barra y tras un saludo de cortesía hacia la camarera pedí un café manchado y un croissant. ¿Sabéis cuando uno sabe que está siendo observado aunque la persona en cuestión esté detrás de ti? Esa especie de pinchazo en la nuca… como si tuvieses algo clavándose poco a poco en tu interior. Yo sentí esa punzada y, cuando giré la cabeza disimuladamente, le vi ahí, sentado en la mesa más alejada, solo, con los ojos negros fijos en mí.
Me di la vuelta rápidamente, con la seguridad de que me había visto mirarle, aunque, siendo justos, él también me había mirado. De hecho, seguía mirándome; así que me giré de nuevo con cara de pocos amigos, y él, sin embargo, sonrió. Ladeé ligeramente la cabeza, sin entender muy bien qué era lo que quería. Como respuesta, con una mano me indicó que me acercase. Y, aunque visto desde aquí parezca una locura, me acerqué; me acerqué porque tenía curiosidad, y porque había algo en aquel hombre que me inquietaba y atraía a partes iguales.
- ¿Qué quiere? –pregunté, dejando el café y lo que quedaba de croissant en la mesa mientras me sentaba en la silla que había frente a él. Se encogió de hombros.
- Sólo compañía –sonrió-. Me llamo Hugo, ¿y tú? Perdona si te tuteo, pero me parecen aburridas las formalidades –vacilé un momento, pero suspiré.
- Diana.
- ¿A qué te dedicas?
- Soy enfermera en el hospital que hay a un par de manzanas de aquí.
- Ah, sí… lo conozco –sonrió; había algo en su sonrisa que hipnotizaba.
- Y tú, ¿cómo te ganas la vida? –Hugo se rió.
- Sobrevivo –dijo simplemente, encogiéndose de hombros.
- ¿No haces nada? –él negó con la cabeza- ¿Nada de nada?
- Nada de nada.
- ¿Entonces vives en una especie de… cartón o algo por el estilo? ¿Debajo de un puente? –él volvió a reír y aunque yo hablaba completamente en serio, no pude evitar sonreír también.
- No, diría que no.
- Ya veo… -miré el reloj un momento- Dios mío, es tardísimo. Tengo que irme a trabajar, lo siento –apuré el café que me quedaba y dejé algo de dinero sobre la mesa, suficiente para pagar lo de los dos.
- Puede que no trabaje… pero no necesito tu dinero –a pesar de sus palabras el tono no era hostil, sino todo lo contrario, y empujó el dinero de nuevo hasta a mí, poniendo la misma cantidad de su bolsillo-. Invito yo.
- Bueno, pues… gracias –sonreí.
Había recogido mi abrigo y mi bolso, y cuando ya me había dado la vuelta –con cierta reticencia- su voz sonó otra vez a mi espalda.
- Diana… -me giré rápidamente.
- ¿Sí?
- ¿Por qué no te quedas otro rato?
- No puedo faltar al trabajo…
- ¿Por qué no? Estás enferma…
- No lo estoy –arqueé una ceja.
- Ya… pero eso ellos no lo saben. Además, tienes cara de enferma… -sonrió, pícaramente. Le miré un momento, dubitativa… y reí.
- Es una locura…
- Lo es. Pero es lo mejor que tiene la vida.
- ¿Y cómo sé que no eres un psicópata violador? –se encogió de hombros.
- No lo sabes… de hecho, me lo estaba planteando –bromeó, y yo puse los ojos en blanco.
Pasamos la mañana juntos, hablando de nuestras respectivas vidas. Le conté que vivía en un piso del centro, con una compañera del trabajo a la que apenas veía. Él, sin embargo, vivía solo en una especie de pensión.
Y nos pasamos así el día, paseando, probando los últimos helados antes de que el otoño se instalase definitivamente en la ciudad y colándonos en nuestros corazones, aprendiendo el uno del otro; a pesar de esa sensación de quién husmea entre las cosas de un extraño –así era, en realidad-, cuando empezó a anochecer ya tenía la sensación de conocerle de toda la vida. Cada minuto me parecía fascinante, un soplo de magia en una vida de absurda rutina.
Cenamos en una especie de bar al aire libre en medio de un parque, por lo visto cenaba allí a menudo y el camarero pareció sorprenderse de verle con compañía.
Cuando terminamos era ya noche cerrada, y empezaba a refrescar. Me encogí en mi abrigo, y él se dio cuenta.
- Ten… -me echó su abrigo por encima. No me había dado cuenta, pero parecía sumamente delgado ahora que le veía sólo con una vieja camiseta- te acompañaré a tu casa.
- No es necesario, en serio… además, está muy lejos. Cogeré un taxi.
- Bueno… -titubeó. Le miré, parecía nervioso. Sólo entonces me fijé en que adoraba la forma en que ese mechón de pelo negro le caía sobre el rostro.
- ¿Sí?
- Siempre puedes venir a la pensión… -dijo, a media voz- si quieres…
Cogí su mano y caminamos hasta allí, en silencio, como si tuviésemos miedo a lo que vendría después.
Nada más entrar por la puerta de la habitación me giré y, poniéndome de puntillas, di un pequeño beso en la comisura de sus labios y sus manos se deslizaron por mi cuerpo lentamente, deshaciéndose, a su paso, de mi ropa. Le ayudé a desnudarse, entre besos, y cuando me llevó hasta la cama estábamos tan acompasados, tan dentro el uno del otro, que nuestros cuerpos parecieron fusionarse en uno solo.
Sólo las estrellas fueron testigo aquella noche de cómo nos amamos, como dos desconocidos que se han amado siempre sin saberlo, desde antes de conocerse.
Pero a la mañana siguiente, cuando desperté, de aquel amor surgido de repente, de aquel flechazo, sólo quedaban los restos: una nota y una rosa sobre la almohada:
Siento despedirme sin besos, y sin caricias de por medio. Cuando te vi ahí, con el pelo recogido y la vista hacia tu nunca, supe que sería la primera noche y la última en que mi corazón latiría de verdad. Siento no poder pasar la vida a tu lado, porque créeme, desde que te vi es lo único que he deseado. Y lo que más siento es tener que decirte que me muero, Diana, que la enfermedad me consume y nadie puede ya salvarme, por eso te pido que me recuerdes como lo que fuimos esta noche.
Y comprendí que Hugo es de las personas más valientes que he conocido en este planeta. Yo sólo quería un café, y resultó que su destino estaba en mis manos.