Él se sienta sobre el césped de los sueños con un bocado de vida entre los labios y el primer albor acariciándole la piel, que tiene el tacto de una nube y huele siempre a primavera. Mira a la vida y al destino a los ojos con los suyos cerrados, porque sabe que las cosas importantes sólo se ven con el corazón.
Ella le observa desde el otro lado del arroyo, donde las altas copas de los gruesos árboles enraizados sólo dejan paso a una oscuridad densa y asfixiante, casi palpable, con la mirada perdida. Le gustaría poder ver lo que le rodea como lo hace él, sabiendo que la flor que se muere hoy mañana se reencarnará en una bonita mariposa, porque mañana siempre es otro día. Y lo intenta, pero la mayor parte del tiempo mira el mundo con los ojos del pasado, que guarda tantas sombras que hace confortable el lugar de donde observa.

Pero a veces él sonríe y entre las hojas se cuelan hilillos de luz dorada que se arremolinan en su pelo y su corazón bombea palabras desordenadas y sentimientos desconocidos. Se siente como en un parque de atracciones, de todas las que siente por él. A veces, en sus pensamientos, sube tan deprisa por la montaña rusa de sus besos, que se queda sin aliento… y al mirarle a los ojos le coge el vértigo.
Porque sigue subiendo, bajando, gimiendo, llorando, gritando y riendo… pero sabe que en cualquier momento su vagón puede frenarse en seco.