Y cuando dio comienzo, aquél pequeño personaje dejó caer su caña mientras él colgaba de la luna. Es un mago, pensó; ese niño que salía siempre antes de sus películas favoritas, con su caña encantada que, en vez de peces, pescaba sueños y aventuras fantásticas.
Quizá –se dijo la niña, observando la luna desde la ventana del orfanato-, si consiguiera hablar con él, podría prestarme su caña durante un rato para pescar un sueño en el que mis papás no estuvieran en el cielo y vinieran a buscarme... pero es imposible llegar hasta la luna.
Los labios de Claudia se torcieron en una mueca que reflejaba la pena que se instalaba en lo profundo de sus ojos, pero… de pronto, al ver unas luces intermitentes brillando entre la oscuridad de la noche, tuvo una idea.
Se acercó hasta su mochila y arrancó una hoja del cuaderno, abrió el estuche, cogió un bolígrafo y se sentó de nuevo frente a la repisa de la ventana.
Querido Mago de los Sueños:
Me llamo Claudia y tengo 8 años y siempre te veo por la tele. Como sé que eres mago y regalas sueños, quiero pedirte uno en el que salgan mi mamá y mi papá, que están contigo en el cielo porque su coche se rompió… es muy importante, porque ya casi no me acuerdo de sus caras, sólo del olor del pelo de mamá y de las tortitas que hacía papá para desayunar. Si me regalas el sueño, te escribiré más cartas todas las noches, porque he visto en la tele que tú tampoco tienes papás y estás solo en la luna.
Cuando terminó la carta, de escritura irregular y plagada de faltas de ortografía, empezó a doblar el papel como le había enseñado su madre cuando era más pequeña, formando un avioncito. Se puso de puntillas, abrió la ventana y, después de apuntar cerrando uno de los ojos, el avión que como único pasajero llevaba sus sueños despegó hacia la luna.
Lo vigiló hasta que se escapó del alcance de sus ojos y apoyó la barbilla sobre sus brazos, mirando el cielo atentamente, esperando a que el Mago de los Sueños respondiera a sus palabras.
Pasadas ya un par de horas, Claudia había empezado a perder toda esperanza. Suspiraba, a punto de echarse a llorar, cuando algo brillante que había surgido de súbito cruzó el cielo, dejando una leve estela luminosa. Claudia abrió los ojos como platos y en su rostro pálido y redondo se dibujó una ancha sonrisa; sin duda, eso debía ser el sueño que el Mago había pescado para ella y que ahora le enviaba.
Claudia se fue a la cama con la ilusión prendida en la solapa y, aquella noche, recobró el recuerdo del rostro de sus padres que, en realidad, nunca había desaparecido.
Aquél hechizo no había sido más que una estrella fugaz rasgando el momento oportuno de la persona adecuada y se había hecho fuerte al chocar contra la ilusión y la fantasía que se esconde en la inocencia de una niña. El resto, casualidades de la vida; aunque quizá de eso esté hecha la magia de verdad.